martes, julio 08, 2008

Al borde del(a) co(razón)

La taza vacía, el último trago de café replegándose detrás de mi lengua. Mi ánimo declara su adhesión a una fina lluvia decembrina que no empaña los vidrios del local, sino mis ojos pálidos mirando por la ventana al sol burlón que ilumina cuanto me rodea. Mis dedos se enredan en el mechón castaño que me cae sobre la frente, miro detrás de mi cortina a un par de adolescentes bebiendo frappuchinos con mucha crema y se me encoge el estómago. Nunca me ha interesado tal aberración del vicio.
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La lluvia dibuja en mi piel el recuerdo de aquellos días cuando lo amaba con el café de las seis y cuarto, bajo una luna iridiscente y la bóveda celeste aún rebosando de rocío. Una palabra suya cincelaba en mi mente acantilados inenarrables, su cercanía pintaba palacios de paredes convulsas, tintadas de sangre. Titiritero maestro, hacedor de estrellas, ingeniero del sueño perdido entre metáforas y poemas... ¿cómo olvidar tanta magia, tanto encanto, tanta sutileza? Y sin embargo, los acantilados con el agua se acaban, los palacios se derrumban en la arena, las paredes callan a pesar de las venas que laten por ellas. Los luceros se apagan, un cigarro se quema, la lluvia se tambalea en las calles como un perro famélico. El silencio vierte sus llamas opacas sobre los sueños y atraviesa con ellos el atrio obtuso de los tiempos modernos. Su voz se disuelve en la lozeta del piso, como sus pasos en la oscuridad, como las nostalgias de amores viejos que esta noche enhebran consuelos.
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El terror se apodera de mi sistema nervioso, cada terminal se eriza, mi piel se acartona... me falta el aire... la sensación de liviandad que me vaporizaba minutos antes muta en el más puro y descarnante dolor... una bruma opaca abate mis pulmones... mis ojos se niegan a clausurar las pupilas dilatadas... la boca se me seca y los labios que hace apenas una hora besaban amorosos escupen arena negra.
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Es él, por quien vale la pena arriesgarlo todo. Aquél a quien no se arriesga porque nada vale tanto la pena. Es él y me mira desde sus poros estáticos, me ilumina desde el otro lado de la luna, la cara oscura que no sé si es suya o el reflejo de la mía en los párpados cosidos por una hilera de pestañas frías. Es y será y fue y ya no más pero siempre. Desde el cloqueo de sus dientes contra el acero, el jalar de un dedo, el golpe que cauterizó inmediato una existencia que estuvo llena de sueños. Los recuerdos se le salen hundidos hasta el cuello en pólvora, el olor a chamusquina le perfuma el cabello. Nos acariciamos de nuevo con ese desgarrar de almas tan nuestro. El médico no necesita escucharme para saber que le he reconocido. Desaparece su rostro bajo el velo blanco, clac clac los rieles del cajón fundiéndolo como cera entre los otros muertos.

"Regrese mañana por sus cenizas"